Visto desde afuera

Análisis y opinión14 de septiembre de 2023 Francisco Zubeldía
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Me fui de Argentina en 2019 becado para hacer un master en Estados Unidos. Me preparé para irme con la idea de volver. No sabía bien cuándo, pero sabía que me quería volver. Sentía que mi vida estaba en mí país y, por eso, me quería volver. Estaba entusiasmado por la oportunidad, claro, y estaba encantado de irme a crecer profesionalmente, conocer más lugares, tratar con más gente y meterme en la cultura de un país tan funcional como Estados Unidos. Estaba fascinado con la oportunidad, pero, cuando estaba sentado en el avión que me sacaba de Argentina, sólo sentí que estaba huyendo de un país prendido fuego al que no sabía si iba a volver a ver como lo conocía: me fui de Argentina el 12 de agosto de 2019, un día después de las PASO que creía que Juntos por el Cambio ganaba cómodo, pero que nos dejaban otra vez en crisis. Una crisis producto de votar, otra vez, al populismo.

Decir “es difícil estar afuera”, cuando el país está en las condiciones en las que está, suena a una tomada de pelo de mi parte. No es difícil estar afuera. En todo caso, es incómodo estar con el culo en Estados Unidos y con la cabeza en Argentina. Es feo extrañar un país que se te escapa y que a la vez te pide que no vuelvas. Son angustiantes los “quedate allá, esto es un quilombo”, los “qué justito que te fuiste”, los “qué bien que la hiciste”, y todo ese catálogo de frases dichas por tu familia y por tus amigos, desde tu primer día afuera, con la mejor de las intenciones, y con la peor de las resignaciones. Aun así, comparar esa angustia con lo tangible de la crisis económica y social que están viviendo allá… me sigue pareciendo que es hablar gratis a diez mil kilómetros de distancia. Gratis; o muy barato.

En 2020 llegó la pandemia, que con sus restricciones de viajes me sirvió de trailer a esta sensación de no poder volver a una Argentina conocida. Comparar lo que vivía en Estados Unidos y sus 2 o 3 semanas de cuarentena laxa con los meses y meses de encierro buchón en Argentina me hizo sentir ajeno de lo propio. “¿De qué vive la gente?”, “¿qué comen?”, “¿qué hacen todo el día?” son preguntas bárbaras cuando te estás interesando por una cultura exótica que te hacen sentir deportado cuando las hacés para intentar entender la tuya. Pero después vino el 2021, el gobierno de Fernández-Fernández se llevó la paliza electoral que se merecía, y más o menos me calmé con esa ofrenda a la lógica. Me dije exagerado, sentimentalista y otras cosas, y me convencí de que el camino de la decadencia tenía fecha de vencimiento. En 2023 Argentina se iba a poner seria, despacharía al dúo Fernández con todo su séquito, y finalmente arrancaría a hacer los deberes tantas veces postergados, ojalá que con menos pudor y con más ímpetu que en 2015. Un camino de trabajo duro, con frutos ciertos, y esta vez asfaltado con números en el Congreso. Finalmente, había una herramienta lo suficientemente poderosa para enfrentar a la corporación pejotista: Juntos por el Cambio no paraba de crecer, y sólo había que ganar las elecciones presidenciales en dos años.

Volver a Argentina (a la Argentina conocida) era posible. Al fin y al cabo, ajeno, lo que se dice ajeno, me era el lugar donde estaba. Y estar lejos me había hecho apreciar cosas que en Argentina no podía: el nivel y la exigencia de la universidad pública que, aún con el agujero en el techo debajo del que me sentaba, me dio una formación que nunca me dejó en falta; la cultura general que salpica a toda la clase media y que acá solo está en nichos muy específicos; las comidas sin apuro y con charlas buenas, largas y, claro, bien regadas; las “cosas” no descartables, porque nunca nadie murió por lavar los platos en vez de tirar todo a la basura. En fin, sentía que no, que en efecto no éramos la última mugre. Esa idea de “Argentina” con la que crecí, tenía una razón de ser. Y más o menos con esa sensación (y los constantes recordatorios) de que todo está “como el ojete” pero de que también hay cosas para rescatar pasé mi tiempo afuera del país. Así, hasta las PASO del 13 de agosto de 2023.

Tuve mi festejo esa noche, porque en JxC ganaba cómoda la línea que para mí proponía ese cambio con todas las de la ley, sin titubeos, ni consensos con los gerentes de la pobreza: ganaba Patricia Bullrich, y yo ya estaba con ganas de agarrar las valijas. Pero la “buena elección de Milei”, seguido de que “sería el candidato más votado”, para terminar con la noticia de que “es la fuerza más votada” le pusieron una capa más de tierra a las valijas. Quedábamos al borde de tirar todo a la mierda, otra vez. Ya deberíamos tener suficientes defensas contra las soluciones mágicas, pero no. Casta, dolarización, y una topadora en el Banco Central pudieron más. Otra vez, caíamos en la trampa populista.

Me pregunté cómo habíamos terminado con un sujeto que, por ejemplo, niega el cambio climático. Y sólo para hacer el ejercicio, me imaginé que tenía razón: ¿para qué quiere dar esa batalla?, ¿para excluir a Argentina del dinero y de los trabajos de proyectos verdes?, ¿para dejarnos abrazados a tecnologías más caras y obsoletas? ¿Para qué? De repente, me lo imaginaba puteando a todos en la ONU, sacándole las caretas a esas ratas conspiradoras con agendas heréticas. Bueno, tal vez sea una política de estado de la gestión Fernández-Fernández con continuidad: Argentina haciendo el ridículo frente al mundo. Total, no tenemos una crisis de confianza.

¿Qué nos pasa que compramos el show vergonzoso de Milei? En los días después de las PASO vi voto en joda porque “total eran las PASO”, voto con moraleja “para que los de JxC dejen de pelarse”, y seguramente haya voto convencido, al cual no tengo acceso, que compra sus títulos espectaculares. Pero creo que la mayor razón está en el voto bronca: “me tienen todos harto”, “que reviente todo”, “tenemos que tocar fondo”. Un intento desesperado por apretar un botón de reset que no existe. Pero esto no es Windows y apostar a ese reset es apostar a otro quilombo mayúsculo al cual van a sobrevivir los que tienen las riendas del quilombo: los punteros, los sindicatos, y los políticos con los que transan. El peronismo. La verdadera casta que gobierna hace más de medio siglo a la Argentina va a seguir ahí, ofreciendo una oposición feroz a cualquier intento de reforma, o bien ofreciendo su gobernabilidad cínica después de que todo vuele por los aires.

Así y todo, creo que hay una lectura positiva del resultado. 60 puntos distribuidos en 2 fuerzas que ofrecen un fin al sistema kirchnerista. El mandato de cambio está, sólo falta canalizarlo en una alternativa realista que tenga la convicción, los números y la estructura para llevarlo a cabo por la sólida vía institucional. Llevó tiempo tener un Juntos por el Cambio con el carácter y la potencia de hoy. Y están los números. Y está el mandato. La herramienta para cambiar Argentina está a punto: hay que usarla. Tenemos eso, o tenemos la motosierra que venden por TV Compras.

No digo que Juntos por el Cambio sea perfecto. Errores se cometieron y errores se cometerán. Sí digo que caer en el simplismo de meter a JxC adentro de la casta, adentro del “son todos iguales”, es propio de un capricho haragán de quien no mueve un dedo para rascar la mano de pintura de la realidad. Las intenciones de JxC son bien distintas al pobrismo del PJ y ni hablar de su capacidad técnica. Hay equipos de especialistas trabajando sobre soluciones reales, que compiten contra… bueno, nada: del lado del PJ ofrecen medidas discrecionales que sólo responden a los votos en las próximas elecciones, y del lado de La Libertad Avanza ofrecen medidas imposibles de aplicar que sólo responden a los votos en las próximas elecciones. Extremos que se tocan, pero con la novedad de que ahora es cool insultar gente y putear a los gritos si se usa una pátina de argumentos del tipo “a la ecuatoriana”, “a la chilena”, “a la peruana”, para hablarnos en difícil, enroscarnos, cagarnos, y seguir viviendo “a la miseria”.

Me puse a escribir esto después de cruzarme con un ucraniano que tras interesarse por el nombre de mi perro y de darse cuenta de mi acento, me preguntó de dónde era: “Oh, Argentina! That eternal promise…”. Exactamente. Esa promesa eterna que nunca podemos cumplir. Esa idea de un gran país, que no es solo nuestra. Siento que tenemos una oportunidad más de hacer las cosas bien, de estar a la altura de esa promesa. Podemos desviarnos persiguiendo una fantasía de gritos y soberbia charlatana, o podemos arrancar ya con el trabajo duro que nos devuelva esa definición de Argentina que se nos sacaron de la cabeza.

Me quiero volver. Por eso escribo esto: porque me quiero volver. No quiero seguir visitando mi país y pasándola bomba con el tipo de cambio, ese síntoma de miseria con cosas que no valen nada porque la gente no cobra nada. No quiero seguir yendo a comprobar cómo año tras año las cosas de todos los días tienen cada vez más olor a lujo. No quiero normalizar ese estado de alerta constante cuando salís a la calle allá. No quiero ver la educación pública convertida en una fábrica de chorizos con nulo contenido. No quiero ser “la visita” en mi país. Y tengo miedo de que la continua e interminable decadencia lo termine desfigurando al punto de que me sea -de que nos sea- totalmente ajeno. Me quiero volver y tengo miedo de no poder hacerlo. No por no poder viajar, si no por no poder volver a un lugar que ya no exista.


(*) Francisco Zubeldía tiene 32 años, es Ingeniero Químico por la UNMdP y Master en Gestión de Ingeniería. Trabaja en el sector energético desde 2017 y ha colaborado en el diseño de políticas públicas para el sector energético argentino.

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